El mal siempre es humano

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Esta investigación comenzó hace bastante tiempo. Me acuerdo perfectamente: fue en medio de una lectura nocturna y paralela de dos libros: 24/7 de Jonathan Crary y Ballena de Joe Roman cuando empecé a entrever una fina pero poderosa línea de conexión entre ambos. Si en uno de ellos aparecía una pintura de finales del siglo XVIII sobre iluminación artificial, en el otro, mientras tanto, se hablaba de cómo el aceite de ballena iluminaba las ciudades y las fábricas por esa época.

De esta manera, a partir aquel entrecruzamiento he ido desenvolviendo una exploración exhaustiva acerca no solo de la entrada del aceite de ballena en Europa o de su uso para la iluminación desde el siglo XVI, sino, en general, sobre el papel de los cetáceos en la construcción de la cultura audio-visual contemporánea: mamíferos considerados tan bonitos y amables como espeluznantes y salvajes. Mamíferos cuyos sonidos quedaron registrados en ese Golden Record enviado por la NASA al espacio en 1977, capaces de ocupar también la portada de la revista Science unos años antes y cuya “cultura” sigue obsesionando todavía hoy a investigadores como el musicólogo David Rothenberg.

Así pues, El mal siempre es humano es un recorrido personal y académico por la historia de las ballenas, por sus sonidos, por su influencia dentro y para con las sociedades. Con su relación con los canales y las travesías de comercio y la riqueza, con la arqueología de la iluminación artificial, la escucha submarina y con los resquicios poderosos de su historia y su leyenda que todavía permean.

Una investigación en proceso que es capaz de adoptar también el papel de una conferencia doble: destinada tanto a la explicación como a la escucha. De este modo, he podido presentar todas estas ideas en lugares como las páginas del Zarata Fest Book en 2016, el Festival Curtocircuito de Santiago de Compostela en 2018, el Medialab Prado en Madrid y TEA en Tenerife en 2021, y CentroCentro Cibeles en Madrid y el Consulado del Mar en Burgos en 2022. Estaré también en la Tabakalera de Donosti, aunque espero que se me acumulen otros muchos destinos.

Además, estoy tratando de convertirla en una tesis doctoral. La necesidad de escribir esta tesis se concretó en una excursión al Valle de Lozoya, en la Sierra de Guadarrama de Madrid, en julio de 2020. En una presilla camino a la cascada del Purgatorio, me quité la ropa y me tiré de cabeza en la parte más profunda del embalse. Ese acto de “tirarme a la piscina”, como se dice coloquialmente para atreverse a hacer algo, me hizo decidirme a escribir esta tesis. Fue gracias a ese salto, y a las incontables clases de natación dirigida en distintas piscinas madrileñas, que comencé a superar los problemas de salud mental que, desde hacía años, me habían hecho temer escribir una tesis. Le tenía miedo. Así que podría decir que esta tesis se gestó en el agua, o gracias al agua, o gracias a que un día salté sin pensarlo al agua del mismo modo que, hace millones de años, un mamífero aprendió a nadar y dio sentido a mi investigación.